JULIO LARRAZ: COMO EL COLOR DEL TEMPERAMENTO.
Zoé Valdés.
En ocasiones, semejante a un horizonte matinal, en otras como la encrespada reverberación sobre las aguas del Malecón habanero, donde el color comienza a definirse entre el verde escabulléndose del amarillo, luminosidad solar, escandaloso azul marino en technicolor del mediodía, también asustados ante el efímero gris invernal de las casonas del Vedado, donde la sombra deviene espectador, participante exculpado, y la mirada entra en duelo con el olvido: así definiría las obras de Julio Larraz en la galería Vallois, en el 36, rue de la Seine, en París.
Larraz es un poeta de infidelidades, es infiel con las estaciones, y con la facilidad de caer en la hechicería de los temas, para feliz provecho de sus admiradores. Cada cuadro constituye una mutación teatral de escena, un soplido virtual, aliento imaginario de un caos metódico. La metamorfosis triunfa en los suspiros del color, y cada otoño posee un carácter dramático: según la risa, según el espasmo.
Los títulos de las obras anuncian discrepancias literarias, y ya nos ponemos a discutir en voz baja con los duendes victorianos que le han susurrado, aventureros, que investigue más en la comedia que en la tragedia. Sutiles y cortos versos de moda chirrían en la febrilidad del óleo, como si pudiéramos lascar la imagen en tajadas. Textos como pains perdus, o para decirlo en cubano, textos que chorrean almíbar de torrejas enchumbadas. La imagen quedó prisionera en la infancia, nos cuenta Larraz, y cuando despiertas, ahí está toda la niñez recuperada con extravagancia.
De este modo, La caída de Ícaro resulta una vista aérea de una cúpula que pareciera una naranja recién pelada, hincada por una rústica cruz. Lejos, al fondo, en un oleaje índigo, esculpida la mordida a la reinventada ciudad. En otra obra, La estación del huracán, absorbemos la vista, desde la luminosidad de una ventana conventual, ahí notamos la calma acumulada en trastos viejos, después del ciclón; pareciera que musita ese doble azul del cielo y de la franja marítima, no existe la sombra, como si dentro del cuadro se pintara otro cuadro: vemos a través de la ventana la obra natural del tiempo, con un poder escenográfico en el que la naturaleza y la creación arquitectónica se favorecen presumidas y adulonas, a favor de la irrupción del espacio.
En el Estudio para la huida del General Acapulco impera la blancura sedosa, en un juego con el óxido provocado por el salitre, y las sombras que marchan obedientes una detrás de otra, triste temperamento del deber. El mar observa a la sombra, la sombra a su vez vigila el mar, dualidad imprevisible, en un océano irreal, en franca armonía con un cielo exageradamente nuboso. La construcción del tejado imita la brisa, y la luz otorgada, cual medalla, ciega incandescente en su precipitación hacia la estación del rumor.
En Derrota, el verde aguacate de los uniformes militares invita a la risa irónica; es un verde esplendoroso y culpable inclinado siempre a la posteridad. Recordar, en ese caso, es castigar. Las gorras militares, en extensa y apretada marea compiten con la voluptuosidad del horizonte, escupiendo el apresuramiento del azul. El general calvo, mulato, entona un himno, los espejuelos se le caen sin ojos, agrede al mar con su discurso pacotillero, los micrófonos tensos y encañonados hacia su figura reprimen la corpulencia del gesto. El anonimato de los rostros ocupa el espacio del reverso, allí donde también el espectador podrá ubicarse subrepticiamente con una gorra encasquetada, y un cúmulo de pesadas medallas enganchadas en la lágrima.
Reaparece el temperamento extraño, diría que estrafalario y rencoroso de la muerte, en Trópico de cáncer, secuestro del destino amurallado de la noche en medio de la tormenta. La balsa y el cuerpo inerte, las manchas de sangre comprueban la tragedia. Los remos todavía injertados en el sueño pugilatean entre las olas. Los tonos ocres describen el naufragio, con un olor a sustancia devorada por el sol y por lo indecible, ahora desparramados en la brevedad: la balsa, el mar, la víctima.
Hagan venir a los payasos, resulta a mi juicio, el cuadro que mejor define los temperamentos sumamente salvajes del blanco y del azul puro, liberadores del significado. Es un inmenso retrato donde reina el blanco encima de sutiles esparcimientos grises, pinceladas sombreadas protegen la apenas visible cabeza del autoritario orador canoso: la frente y la mano arrugadas señalan autoritarias en su sentencia de muerte. El azul, fragmento de bandera, anula la figura y nos sentimos herederos de ese tejido emblemático que traumatiza hasta convencernos de que flotamos en el tapiz de la insignia.
En Estación espacial, cuadro y escultura, exploran los fenómenos nuevamente equilibradores entre el blanco y el azul, los pliegos del mantel redefinen el gris, como materia absurda, y la cafetera encima de las tazas apiladas, es de un gris apabullante que disloca el equilibrio que ella misma sujeta. Larraz se empeña en dar un carácter legítimo al color, un temperamento clásico bifurcado en nobleza de lo antiguo y estigma de las líneas, como si inaugurara una alerta contra lo onírico, profundamente sensorial.
En la obra de Julio Larraz resulta inevitable hallar una esencia compacta entre el paisaje y su entorno, realidad que no es magia ni trascendencia abaratadas, sino denso relato de la imagen. Julio Larraz “escribe” fragmentos de confesiones, como un devoto psicoanalista, y nos extrae de la infancia el deseo vigoroso de la fruta, la tristeza de un saludo, cuando el auto se pierde entre la blancura de un traje y la máscara de una multitud ocre que nos da las espaldas escupe una barbaridad. Larraz nos propone que recordemos los sueños sin rostros, que un barco naufrague en el aire, que gravitemos como un juramento, y que durante el viaje prometido, el trayecto consiga que la huida se transforme en hogar, en país, en colores temperamentales, antologados por un adiós de cerámica que se rompe con facilidad cuando es lanzado contra la pared.
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