SOROA.
Te gustaba verme masticar arroz crudo,
escogerlo, quitarle las piedras negras, y decirte:
«me agradaría ver las cascadas de agua de Soroa».
Un día iremos, contestabas, evasivo;
y volvías a pedirme que tarareara esa canción
donde se hablaba de candiles, graznidos de aves,
playas dulces bañadas de la brisa que recortaba el perfil
de los amantes.
Por fin, un día, me invitaste a Soroa.
Nos besamos al pie de un árbol
y tu dedo hundido en mi espalda bajó
entre las nalgas, descendió húmedo,
intenso, detectivesco.
«¿Tenemos permiso para estar en este lugar?» Me inquieté.
Asentiste, seguro de que alguien nos escuchaba.
Aquí hasta los árboles tienen micrófonos, quisiste advertirme
con tu mirada que entonces se paseaba aciscada por la enramada.
Yo me subí a un árbol, desde niña me subo a los árboles
y raspo mi sexo con sus cortezas, y en lo más alto,
a horcajadas en un gajo, ligera, leo Las dos mitades del Vizconde…
¡De Italo Calvino! Me interrumpiste, gozoso de haber leído
al autor cubano perdido en Italia.
¿Por qué perdido?
Te encogiste de hombros, tu respuesta más constante y crepuscular.
Fui subiéndome al árbol, y quitándome la ropa,
allá arriba me acosté desnuda, las piernas colgando,
el tronco dividía mis nalgas, la espalda equilibrada en el filo del abismo,
mi sexo pellizcó el aire.
Entonces trepaste hasta mi ombligo,
y mientras lo hacías me contabas que tu madre
te había recordado que hoy era viernes de Semana Santa,
que no debíamos comer carne ni nada parecido.
Risas, y tu dedo, perforando otra vez, en el alma de mi deseo.
Cobijado entre mis senos, que tú llamabas esas dos teticas alegres,
me rogaste que te acompañara al río, a la cascada.
Desnudos nos guarecimos en una cueva,
delante de nosotros,
un muro de agua espumosa dibujaba el silencio.
Estuve sentada en el pedestal de tus labios,
en tus pupilas latía mi agujero de eternidad.
El viento empujó entonces al agua, y nos inundó de ruido,
aunque tú te empeñabas en describirlo como música,
melodía pálida de piedra y piel.
La punta de tu sexo mojó la punta de mi pezón izquierdo
y con mi lengua recogí la gelatinosa solemnidad de la luz
en el hondo, diminuto y liso, ojo de tu pene.
«Permanece así, abstraída en el paisaje», me pediste;
y yo inmóvil, te observé, a través de un tronco
obturado por los breves sueños de las ardillas.
Caracoleaba tu sonrisa, extendida entre manteles,
y diste la vuelta, hasta mi cuerpo, en ronda obsesiva.
Irías seguramente a penetrarme, y lo hiciste,
por delante, por detrás, por todos lados,
en la boca, y el sabor salino de los jugos seminales
confirmó mi saliva en un profano bautizo.
Penetrabas, ibas cavando fosas de espejos embadurnados en miel.
La próxima vez te llevaré a la Presa de La Guayaba, prometiste;
y me imaginé nadando y remando en el agua sometida.
¿Quién anda ahí? ¿Quién?
Preguntaste hacia una sombra
que se deslizó entre el agua y el eco tejido con jazmines.
Hiciste señas para que me vistiera rápido, huímos muertos de la risa,
fatigados de tanto correr hacia la carretera polvorienta.
Aún años después, mientras mastico granos crudos de arroz, no puedo evitar
el recuerdo de que fuíste tú quien me llevó a conocer las cataratas de Soroa.
Fotos: MP.
Me encanta este erotismo suave, mais il est chaud.
Precioso texto, me encanto.
Sensualidad y erotismo para empezar este dia. Bueno, para que voy a empezarlo? Despues de este poema creo que vuelvo a cobijarme… LOL!
Dilecta, bellisimo poema!
La lectura me ha provocado los mismos deseos, en el mismo lugar.
En tu poesia siempre estas toda tu, entera.
Wow, mijita, que volazon. Un abrazo nostalgico desde estas planicies sin cascadas.
Mami, no me hagas esto por tu vida! que poesia tan sexuada y sensuala… acabaste conmigo!
Muy hermoso, mas que evocador!!! Una joya.
Cristina
Gracias a todos, sí, ayer andaba volá.
ERES MARAVILLOSAMENTE INCREIBLE MUJER.
Gracias, July del Río.
Bendita sea Soroa.