Represión y revolución siempre marcharon al mismo paso en Cuba.
Más aún: las ejecuciones, los juicios arbitrarios, las agresiones físicas,
los destierros vergonzosos, las autocríticas públicas, la huida
desesperada de centenares de miles de personas se produjeron con un
trasfondo de ambiente festivo, como si se estuviera celebrando una
lucha permanente contra un enemigo omnipresente. Las multitudes
exaltadas apartaban la mirada de sus víctimas o, la mayor parte de las
veces, reivindicaban sus propias incitaciones al crimen atribuyendo
su adhesión incondicional y entusiasta al enfrentamiento con los Estados
Unidos, al considerarlos responsables de todos los males y de
todas las oposiciones.
Pocos son, sin embargo, los que dentro del país no tuvieron a
un familiar, un amigo o un vecino exilado, desaparecido en alta mar,
preso o fusilado. Pero los que se quedaron en la isla tuvieron que
guardar silencio sobre esa represión multiforme, por miedo a ser
ellos también víctimas de la venganza de los chivatos reagrupados en
los Comités de defensa de la revolución, los CDR, o de la policía
política, la temible Seguridad del Estado.
Medio siglo ha pasado desde la toma del poder por los guerrilleros,
las primeras ejecuciones y los juicios públicos, que tuvieron
lugar ante las cámaras de televisión, a la vista y a sabiendas de todos.
Fidel y Raúl Castro, así como sus seguidores, se vanagloriaban de
eso en sus discursos y en sus declaraciones, de los que el conjunto de
la prensa internacional se hacía eco. Justificaron lo que era injustificable.
A pesar de las protestas de parte de la opinión pública, dentro
y fuera de la isla, la conciencia universal acató sus argumentos, magnificándolos
incluso, en nombre de la voluntad popular y de los sueños
esgrimidos por esa revolución que, aparentemente, no se parecía
a ninguna de las que ya habían tenido lugar ni tampoco, al principio,
a ninguno de los modelos enarbolados por el movimiento comunista
internacional. Las demostraciones de alegría que acompañaban las
condenas lograron cubrir el ruido de los disparos de los pelotones de
ejecución. ¿Cuáles son los mecanismos que le permitieron a la revolución
cubana poder relativizar las críticas emitidas contra ella y
presentar las ejecuciones constantes como si fueran medidas de justicia
elemental, imprescindibles para que las transformaciones siguieran
su curso y, más aún, como el corolario de la libertad?
En cualquier otro lugar, tanto ahí donde reinaban dictaduras
militares como en los países comunistas, los juicios expeditivos y las
ejecuciones de opositores que tuvieron lugar a lo largo de estos últimos
cincuenta años fueron condenados. En Cuba, no. Y, sin embargo,
éstos iban acompañados por redadas masivas, por ejemplo en el
momento de la invasión fallida de Bahía de Cochinos, en 1961, y
luego a mediados de los años 1960, cuando las autoridades encerraban
a todos aquellos que podían ser considerados como marginales al
sistema en campos de trabajo. Tales medidas abarcaron a decenas de
miles de personas. Esos hechos pasaron prácticamente desapercibidos,
cuando no fueron pura y simplemente obviados, a pesar de los
innumerables testimonios directos de las víctimas. Luego cayó sobre
ellos la chapa del olvido.
El silencio de los que nunca protestaron es tan culpable como
las propias medidas represivas. Aquel silencio no se debe a la ignorancia
–era imposible no saber– sino a la indulgencia. En nombre del
romanticismo revolucionario, todo se podía perdonar. Aunque se
hayan esfumado con el pasar del tiempo, las simpatías hacia el castrismo
no han desaparecido. Para todos aquellos que, en un momento
u otro, sucumbieron a las sirenas de la propaganda, era preferible no
volver sobre su propio pasado, por miedo a tener que cuestionarse la
esencia de su trayectoria.
Pocos, demasiado pocos, fueron los que se empeñaron en
remover las cloacas de la isla paradisíaca para sacar a relucir la
verdad. Es una tarea que sólo puede ser llevada a cabo parcialmente,
por la imposibilidad de recoger testimonios en el interior
de Cuba, ya que el miedo es el sentimiento común entre los que se
quedaron, aunque tuvieran que sufrir, en su propia carne o en la de
sus seres más cercanos, los efectos de la violencia de Estado. Los
hombres y mujeres que tuvieron que soportar largos años de presidio
fueron luego obligados a exilarse, como si su condena no se
hubiera acabado nunca, por no haber aceptado los “planes de rehabilitación”
que las autoridades penitenciarias pretendían imponerles.
Son pues palabras de exilados las que se dan a conocer en
este libro.
Llegará, no obstante, el día en que se desaten las lenguas
dentro de la isla. Y todo lo que hubo que callar, debido a la delación
omnipresente, aparecerá en la superficie. Surgirán entonces a plena
luz innumerables testimonios que completarán y amplificarán todos
los que las víctimas que tuvieron ocasión de expresarse en el exterior
intentaron hacer llegar al mundo, sin que se les escuchara la mayor
parte del tiempo.
Los que fueron perseguidos prefieren contar, por lo general,
no lo que ellos tuvieron que aguantar sino lo que debieron soportar
los demás, los que tuvieron aún menos suerte que ellos y se llevaron
sus secretos a la tumba. No fue fácil, incluso para sus familiares,
oír lo que vieron todos juntos, los que murieron y los que sobrevivieron.
A pesar de la suma de relatos concordantes, muchos
eran los que no querían creerlos. No eran considerados legítimos.
Tuvieron que enfrentar no sólo la represión sino también la reprobación
de buena parte de la conciencia universal. Los intelectuales,
periodistas, políticos e incluso algunos defensores de los derechos
humanos, quienes supuestamente tenían que haber mostrado un mínimo
de compasión o de solidaridad ante sus sufrimientos, se volcaban
la mayor parte del tiempo en contra de ellos, apoyando al poder
vigente. Ahí reside la verdadera perversión de los valores
ejercida por el castrismo: transformar a las víctimas en responsables
de sus propias desgracias y a los verdugos en víctimas de la agresión
de una potencia extranjera.
De tal modo, los presos y los fusilados venían a ser agentes a
sueldo del imperialismo. Tal vez se merecieran lo que les ocurría. No
estaban del buen lado de la Historia. Nadie iría a manifestar a su favor,
por temor a encontrase también de ese lado.
Así logró el castrismo ahogar las protestas, elaborando paralelamente
un sistema que le permitió dar a conocer una realidad completamente
opuesta. La exuberante naturaleza del trópico y el modo
de vida del pueblo cubano, lleno de música y de sensualidad, favorecían
sus propósitos, sin duda. ¿Quién podía imaginarse que, en La
Habana misma, dentro de las antiguas fortalezas coloniales de La
Cabaña, del Morro, del Príncipe (y por todo el país), había miles de
presos pudriéndose en sus fosos y en sus celdas?
Pero ¿era posible no oír el ruido de los disparos de los pelotones
de fusilamiento que efectuaban, en horas avanzadas de la noche,
su lúgubre tarea?
Para la mayoría de los observadores, la personalidad de Fidel
Castro era mucho más importante que todas las críticas hacia él. El
Líder Máximo descartaba las acusaciones contra su régimen de un
revés de la mano o de una palmadita amistosa en las rodillas o en los
muslos de los periodistas y de las personalidades a quienes invitaba a
venir a escucharlo. Y sus interlocutores, tan complacientes, no ponían
para nada en duda su palabra, uno de los últimos y más importantes
de ellos siendo el periodista y militante anti-mundialista francoespañol
Ignacio Ramonet.
El hombre que tomó el relevo de Fidel Castro, primero de manera
provisional el 31 de julio de 2006, y luego en forma definitiva el
19 de febrero de 2008, ha sido el principal ejecutante de los crímenes
perpetrados durante todas estas décadas de poder revolucionario en
Cuba. Actuó a la sombra de su hermano mayor, demostrando una
crueldad sin límites, al principio contra los antiguos partidarios de la
dictadura de Fulgencio Batista, ordenando fusilar a varias decenas de
ellos en un solo día de enero de 1959, en la provincia de Oriente, sin
el más mínimo semblante de proceso, y más tarde mandando a pronunciar
condenas expeditivas contra aquellos, antiguos militares “internacionalistas”
o responsables de la Seguridad del Estado convertidos
en “traidores” susceptibles de amenazar el poder de su hermano
así como el suyo propio, durante el “caso Ochoa” en 1989. Muchos
más actos sangrientos, menos espectaculares pero sin piedad alguna,
deben serle imputados.
Los “héroes” principales de la revolución, particularmente
Ernesto Che Guevara, responsable de los fusilamientos que tuvieron
lugar durante los primeros meses dentro de la fortaleza-prisión
de La Cabaña, tuvieron una fuerte implicación en la represión. Para
poder demostrar su fe en la revolución, no bastaba con haber luchado
en la Sierra Maestra o en las campañas “internacionalistas” de
América Latina, África u otros continentes. Había que mancharse
las manos con sangre indeleble. Todos permanecían de ese modo
ligados a los hermanos Castro, aparentemente hasta la eternidad.
Muchos de ellos, no obstante, cayeron también bajo las balas de los
pelotones de fusilamiento que ellos mismos habían contribuido a
crear.
Otros tomaron el camino del exilio. Pero a menudo estaban
atados al régimen vigente por un pacto de silencio. Ése fue el caso de
varios intelectuales que entraron luego en disidencia. Los que habían
alentado públicamente las ejecuciones o los encarcelamientos arbitrarios
prefirieron callarse, por miedo a que resurgiera a la luz su
propio pasado. De ese modo los escritos y declaraciones de algunos
antiguos responsables revolucionarios, ya de vuelta de sus ilusiones,
conllevan lagunas esenciales que representan obstáculos deliberados
a la comprensión de los mecanismos represivos del castrismo. Las
víctimas solamente pueden contar con sus propios testimonios.
Jacobo Machover.
Prefacio de su libro El Libro Negro del Castrismo. Ediciones Universal. Con ilustraciones de Gina Pellón.
Gracias, Zoe, por publicar este texto. Si solamente los testimonios de las victimas del castrismo pudieran tener el mismo eco que las pseudo-revelaciones de los miembros de las familias en el poder… Se lo merecen. Jacobo
Desgraciadamente, lo que vende es lo que sale, por banal, trivial o hasta falso que sea. Lo que cuenta es que se le pueda sacar ganancia.
Un prefacio impactante. Espero leerlo y comentarlo ad infinitum. Me encanta Jacobo Machover y Gina Pellon es una gloria de Cuba. Gracias por el post.
Y me tomo la libertad, querido Jacobo, de «continuar» un poco más tu prefacio: y esos testimonios son continua y renovadamente puestos en tela de juicio y en muchísimas ocasiones, a 50 años de vida, negados con la insolencia de la ignorancia.
Si se tratara solamente de la insolencia de la ignorancia, el cuadro no fuera tan oscuro y deprimente. Creo que, a estas alturas, se trata principalmente de la insolencia de la perversidad, o de la banalidad del mal.