DEL DESPELUSAMIENTO.
Raúl Castro cede el control de las barberías. Esa es la noticia de hoy. Las barberías y peluquerías, esos sitios en absoluta decadencia en la Cuba castrista, se les entrega, al fin, al pueblo. Belén Gopegui debe de estar en Cuba para eso, a ver si se tiñe de una vez, con una peluquera o un barbero de los que deben estar dando saltos de felicidad. Ya sé, es una ironía. ¿Cómo pueden dar saltos de felicidad si no hay agua, los productos brillan por su ausencia, así como los instrumentos?
Yo traje las tijeras (ella siempre las llamaba en plural) de mi madre, no por nostalgia, sino porque quería mostrarle al mundo, o sea, a mis amigos franceses, lo que eran unas tijeras de los años 50 que han resistido los embates del castrofascismo. La tijeras ya no poseían tornillo entre las patas, estaban amarrada con un alambre que dificultaba el movimiento de abre y cierra, y como habían perdido el filo, y los amoladores de tijeras se perdieron de las calles habaneras (los habrían mandado a sembrar café Caturla o a alguna otra ocurrencia de la Matraca Antillana, o sea, de Chacumbele I), ya no cortaban los cabellos, mordían las mechas.
A las tijeras de mi madre les faltaban las dos puntas, una de ellas se quedó enterrada en la espalda del fornido Vitico, cuando su mujer se la enterró en medio de un ataque de celos. Mi madre no tuvo nada que ver en la historia, ella sólo pasaba entre ellos, la bronca se desarrollaba en el trayecto del baño colectivo al cuarto; mi madre acaba de desmocharse las puntas del pelo, en el baño (a falta de agua en la peluquería ella misma se cortaba el pelo en posiciones que si David Copperfield la hubiera visto la habría contratado al momento; en la casa tampoco había agua, pero cargábamos cubos desde el garaje del Parque Habana hasta la calle Muralla, número 160, y podíamos acopiar un tanque diario destinado al aseo); mamá cometió el error de pasar con las tijeras en la mano justo en el instante en que a Osiris le entró un arranque criminal contra su esposo, y éste volteaba las espaldas, la mujer le arrebató las tijeras a mami, y se las enfiló en el omóplato a Vitico. Vitico estaba tan fuerte, hacía constructivo en la azotea, tan rebueno estaba, que ni se enteró del punzonazo, lo máximo que sintió fue como una picada de mosquito. Ahí fue donde mami, sin reflexionar mucho en lo que acababa de suceder, y con la única obsesión de recuperar sus tijeras, porque ella sí que no se metía en bronca ajena, le sacó las tijeras encajadas por una hoja en el Lomo Aquel Dorado, pero hizo un mal gesto, y una de las puntas se partió y se quedó perdida, por siempre jamás, en el escultural cuerpo de Vitico.
El desenlace de la pareja fue fatal, Osiris, al ver que no pudo matar al marido con la tijeras de mamá, se prendió candela, como no había suficiente alcohol (la cuota de la bodega no le alcanzó), no murió en el acto, quedó hecha una ampolla inflada durante unos meses, al cabo de los cuales murió envenenada por una enfermera que le puso una inyección de penicilina, a la que Osiris era alérgica, sin contar las tijeras que le dejaron olvidadas en una llaga, razón por la cual atrapó la infección a causa de la que le pusieron la dosis de antibiótico que la condujo a Colón.
Vitico, por su parte, se volvió a casar, con la amante que había provocado todo aquel trágico desenlace, por cierto, era una peluquera; pero la punta de las tijeras de mi madre empezó a caminar sola dentro de su cuerpo fabuloso –yo habría hecho lo mismo- sin que él se diera cuenta, qué va, él era un salvaje; la punta caminó hacia salva sean sus partes, y en lugar de ir directo al pene (o sea tranca, que era lo que en verdad se comentaba que poseía Vitico), se le introdujo en una vena de ésas que mi madre siempre llamaba femoral, porque para ella todas las arterias eran femorales, o sea mortales, y Vitico también sucumbió joven y desperdiciado, debido a la punta de las tijeras de mi madre.
La otra punta quedó al campo, cuando mi madre intentaba separar un pedrusco de tierra de medio quilo de peso, de un boniato; sí, cuando aquello todavía existía el boniato en el paladar del cubano, y en la bodega, por la libreta de racionamiento, entregaban un quilo de boniato por familia, pero como la tierra venía pegada como con superglú al tubérculo, el viandero pesaba el pedrusco de tierra adherente como si fuera parte del boniato, o sea, el boniato mismo, y claro, a veces mi madre llegaba a la casa con un saco de tierra al que le habían adosado un boniato. Harta del timo decidió llevar las tijeras en la cartera a cualquier parte, y de ese modo resolvía los pormenores más insólitos, que podían ir de despegar un tortorrón de tierra de un boniato, hasta cortar en una ruta 22 la tripa del ombligo de una parturienta y su recién nacido, acostados en el fogón de la guagua (el fógón eran los asientos traseros a todo lo ancho del ómnibus colocados encima de los motores soviéticos que expelían un calor y un aroma a nalga frita que daba pavor).
Las tijeras, oxidadas, por supuesto, aunque no se notaba, porque ya saben que las tijeras cuando se oxidan se ponen de un color pardonegruzco, ya daban grima de solo mirarla, y sus quejidos de auxilio, pidiendo clemencia, ante las torturas que le hacía soportar mi madre, se escuchaban durante toda la noche, al menos yo los oía, pero claro, no puedo asegurar que los quejidos provenían de las tijeras o de mis tripas, también oxidadas.
Cuando me fui de Cuba, que me las llevé, con el afán de mostrarlas cual objeto raro al mundo civilizado; mi madre se deprimió, no porque yo me fuera (mi madre siempre había ansiado largarse, y sobre todo salvarme a mí de Aquella Porquería), sino porque se quedó sin las tijeras, su amuleto, pero dado que yo iba a viajar, pensó que las necesitaría yo más que ella. Cuando llegó a París, pasados 6 años, por lo primero que me preguntó fue por sus tijeras, las que yo por nada guardo en una urna de cristal, ante el asombro de los parisinos, que ya saben que cuando pasan del oh lalalá y lo extienden al oh lalalá, lalá lalá, es porque realmente están impresionados.
Hago toda esta historia tan amplia de las tijeras de mi madre, para ilustrarles lo difícil que debe ser montar una peluquería o una barbería en Cuba con el instrumento que se ha convertido en una carencia nacional de primer orden: Las tijeras. Es cierto que ya a los barbudos no les queda ni los folículos capilares, y que ellos cortaron melenas como les dio la gana, tipo nazi, ni siquiera mandaban a los peludos a las barberías, con mochas y navajitas; además, ya somos un país de lampiños, lampiños políticos, quiero decir.
Lo cierto es que lo que han entregado a los cubanos no son peluquerías ni barberías, son unos supremos dolores de cabeza. Dolores de cabeza que, a falta de aspirina, heredaremos los exiliados. Y ahora preparémonos, que ya verán cómo, cada cubano deviene peluquero o barbero, y tendremos que enviar, a lo como sea, los productos, los instrumentos, y hasta el agua del Sena si es necesario. Conmigo que no cuenten.
Miriam Gómez me mandó un email esta mañana, reproduzco un fragmento: “Zoe, fíjate que han entregado las peluquerías, y al mismo tiempo no hay agua, ya están ahogados, va entra la cogioca de cobrarles el agua. En 1958 y 59 la barberia del Hilton, que era de un cubano simpatiquísimo, se llevó el premio a la mejor barbería del mundo, Guillermo se pelaba con él. Si entras a la revista Esquire, en ella venían unas fotos preciosas de la barbería y del barbero”. (Miriam Gómez se acaba de acordar que el barbero se llamaba Pepe Pintado).
Sin contar, claro, que ahora la gran mayoría apreciará el gesto como un síntoma de apertura: ¡Ya se pueden tener peluquerías y barberías propias en Cuba! ¡Qué avance! ¡Pronto vendrá lo demás! El “pronto” podría oscilar entre 50 o 60 años más, que la capacidad de perspectiva de los cubanos es tan larga y paciente como su propia desidia.
Apertura, sí, mon oeil!, en peluquerías y en barberías, como no sea para pelar aún más a los cubanos al moñito. Y sin agua. ¿Con qué van a pelar, con agua salada del mar, o con arena? Con cualquier cosa, la capacidad de inventiva de mis compatriotas es infinita, siempre a costa de los de afuera; que conste que con eso es con lo único del exilio con que la dictadura cuenta, en eso sí no hace asquitos de nosotros. En esos casos, nos transfieren, con una facilidad tremenda, de traidor a traidólar, o sea, a emigrante.
La última peluquería a la que fui en Cuba se llamaba Nenita, en Empedrado y Villegas, la dueña ya no trabajaba en ella, como podrán suponer, y tampoco fue más la dueña, pero vivía cerca, en la calle Aguacate, y siempre que pasaba por el frente se reía a carcajadas, porque no podía concebir siquiera que aquellos rolos de metal tan pesado existieran para peinar a una mujer, más bien le tumbaban el pelo a montones. Sin contar la peste a oreja tostada que había a lo largo y ancho de toda aquella cuadra, porque las secadoras de pelo, de antes del Error, habían perdido los botones de control de la temperatura; a mí fue a una de las que dejaron las orejas como dos chicharritas, y no podías protestar, que aquel aparato de cosmanuta de comic se ponía cada vez más caliente, porque la compañera del Partido, jefa de la peluquería, te mandaba a callar con un “¡Sió, para estar bella hay que sufrir!”. No sólo para estar bella, para todo había que sufrir desde que yo tenía uso de razón. Huí para siempre de aquella peluquería con la más mínima, o ninguna, intención de volver a pensar en que intentaría hermosearme en el futuro.
¿Pensará el régimen entregarle, además, tijeras a la población, ahora con esta novedad? ¿Armas para qué? No sea que, en lugar de la revolución de los claveles, o de las naranjas, o de las toronjas, se arme la de las tijeras.
Debo admitirlo, mi madre siempre tuvo la razón.
Zoé Valdés.
Video gracias a Alina.
Más información en TVCubana, gracias a Liborio.
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