Hace algunos años, a inicios de los noventa, mi hermano Gustavo Valdés me regaló el mejor catálogo que se haya impreso hasta ahora de Robert Mapplethorpe, lo encontramos desandando el Village de tantas aventuras en Nueva York en un estanco callejero; es casi seguro que todavía se pudiera realizar un catálogo mejor, pero el nuevo no poseería la pátina de una época, la de los ochenta, y la importancia de haber sido el primero. De hecho, el catálogo que acaba de publicarse junto a la retrospectiva que inauguró ayer por invitación el Grand Palais no sólo es de una gran calidad y elegancia, además lleva un texto imprescindible de la artista y musa Patti Smith.
Hace tiempo que encontré en las fotos de Robert Mapplethorpe un élan vital necesario a mi poesía, a la erótica, a mi escritura sexual, la «froideur» inevitable, un enfriamiento santo y «sato». Siempre que intento atemperar mis versos o mi escritura pienso en varios artistas que me han conducido en ello, y uno esencial es Mapplethorpe. Tal vez porque fue de los primeros en asumir que la pornografía es un arte, el arte de los ochenta con su correspondiente e injusto sanbenito: el sida.
Años más tarde en la casa del pintor Agustín Fernández, en Manhattan, pude apreciar los retratos que Bob le hiciera al pintor cubano y a su familia. Ha sido lo más cerca que he estado del genio, como ayer, durante el vernissage de esta gran retrospectiva que le ofrece el Grand Palais. Y también gracias a Dita Sullivan pude entrevistar a Donald Lyons con quien estuve conversando largamente un mediodía en la cafetería del MoMa sobre los filmes de Paul Morrisey y de Andy Warhol, así como de las fotografías de Bob Mapplethorpe y de la época de Flesh (1968). Había visto todas las películas eróticas de Morrisey y de Warhol, generosidad de un amigo en Nueva York.
Ahora frente la obra de Robert Mapplethorpe concentrada en un «único deseo», el de contemplarla, todo lo que veo es lo que acaricio con los ojos cerrados, con la mente abierta a todos los sentidos, y la boca húmeda y perceptiva: un contorno pulposo, y el sexo cual un pistilo, erecto en medio de unos pétalos henchidos. El puño que se introduce en «el origen del mundo«, un descarado homenaje a Courbet, si es que se puede ser más descarado que Courbet mismo. Mapplethorpe lo consigue, porque él es el Miguel Ángel de la fotografía, esculpe los bordes y bifurca los agujeros y del lente y luego del papel surge la carne marmórea, toda músculos, toda espuma. No hay nada más ligero, no hay nada más espumoso que una escultura de Miguel Ángel, y eso lo entendió y lo reinterpretó Mapplethorpe con su genio y con sus palabras: «Si yo hubiera nacido hace cien o doscientos años, sin duda habría sido escultor, pero la fotografía es una manera rápida de mirar, y de crear una escultura».
Y también es el Gustave Courbet del desnudo fotográfico, y el del autorretrato enigmático, portada del reciente catálogo (recordemos el célebre autorretrato de Courbet donde se representa como El desesperado). Un buscador de la perfección, un perfumista de efluvios transparentes y claroscuros olorosos que sabía que toda la riqueza del mundo, su auténtica naturaleza, se halla suficiente, solitaria y soberanamente en el sexo y en las flores.
Zoé Valdés.
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