Toda densidad, toda fragilidad, así era Virginia Woolf, la loba dulce de la literatura. Ayer estuve en la magnífica exposición que le consagra Londres y la emoción se me subió al cuello, a los ojos, al pecho.
Ahí están las fotos familiares, las cartas, su pequeña letra, las ediciones príncipes de sus libros, las fotos con Leonard y con otros escritores, los cuadros que la acompañaron durante toda su vida, los retratos que hicieron de ella pintores célebres. Ahí están sus diarios, sus manuscritos, la caligrafía recostada a la sabiduría. Ahí están sus ojos de una triste claridad, su soberbio perfil, la boca entreabierta a la espera de la boquilla con el cigarrillo en la punta.
Ahí está el retrato de Dora Maar, un boceto de ‘La mujer que llora’ que sirvió para Guernica, y que Picasso accediera a regalarle tras muchos ruegos de Leonard, luego del inmenso trabajo humanitario que hizo Virginia por los republicanos españoles y por la obra de Picasso. Pero Picasso se resistía a ofrecerle un detalle de su obra, que por otra parte, ella nunca pidió.
Ahí está el bastón que encontrara Leonard al borde de una piedra después que Virginia entrara y se sumergiera en el río camino al suicidio. Su bastón. Y la única piedra que no le cupo en los bolsillos, pues era demasiado grande. Ahí está toda ella. Sentí su presencia, entre nosotros, consternados huérfanos de su obra.
Zoé Valdés.
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